Hay un hermoso lugar en un punto de la alargada costa de Chile. Está junto a Isla Negra, a unos cuantos kilómetros de la casa de Pablo Neruda. Allí donde el poeta escribió aquello de que el océano Pacífico se salía del mapa. Que no había dónde ponerlo. Que era tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte. Y que fue por eso porque lo pusieron frente a su ventana.
En ese lugar se mira de frente al mar y se comprende nuestra insignificancia ante su inmensidad.
Es inabarcable. Nos preguntamos cómo ese basto sistema lleno de vida se maneja, en su devenir y continuo movimiento, en su grandeza, en su complejidad.
Y esto sólo es posible por las fuerzas que en él subyacen y que lo gobiernan. De la misma manera que hay leyes que regulan las organizaciones.
Porque un sistema organizacional también es complejo y está en movimiento continuo, lleno de vida e inabarcable en su complitud. Se configura por un enorme entramado de relaciones entre actores, variables, dimensiones, flujos y límites.
Como el vaivén de las olas o la fuerza de las corrientes marinas, el sistema danza infinitamente buscando un equilibrio que nunca alcanza. Y lo hace porque en él habitan, ocultas, como en el océano, ciertas leyes que lo gobiernan.
Son leyes invisibles cuyo cumplimiento confiere armonía al todo y le dan un orden. Un orden intocable que sólo se puede tensionar, pero que tarde o temprano se impone y restablece. Más allá de lo que nuestra egoica voluntad querría concretar.
Son mandatos que conectan con niveles profundos, con lo invisible, con lo sutil.
No se regulan ni firman en un contrato. No se controlan con procedimientos, ni organigramas.
Se presentan como una síntesis y se enuncian con elegante simplicidad: “lo que es tiene derecho a ser”, “ha de existir equilibrio entre el dar y el recibir” o “hay que cuidar el derecho de pertenecer”.
En el trabajo de constelaciones sistémicas que ha desarrollado Bert Hellinger en el ámbito de los sistemas familiares, y la aplicación que Günter Weber ha hecho a los sistemas organizacionales, podemos profundizar en su sentido y en su aplicación.
Sin embargo hay otros mandatos que se desgajan de los principales. No se ocupan del qué de las cosas si no del desde dónde. Atienden a la energía de la intencionalidad de las acciones.
Y uno de esos mandatos es el que atañe al movimiento de la retirada. Un movimiento que debe cuidarse con tanta limpieza como nuestra propia entrada y presencia en un sistema. Sin contemplar la retirada no podemos avanzar ni crecer. De algo hemos de desprendernos para poder seguir nuestro camino de cambio y aprendizaje.
Ejercer la retirada es modular las distancias con los otros y reconfigurar los espacios de encuentro como imperativo para conservar lo que nos da sentido y poder abrirnos a lo nuevo. En la retirada vivimos y reordenamos nuestra presencia cuando dejamos un proyecto, salimos de un equipo u organización o abandonamos una situación o soltamos una relación.
En palabras de Hellinger[1] se describe así:
“Retirada quiere decir, en primer lugar, que retrocedemos ante algo que resulta ser más fuerte. Nos hurtamos a su influencia y a su poder, debilitándolo de este modo y poniéndole límites. Esa retirada es por tanto estratégica y provisional. Sirve para preservarse y para concentrar las fuerzas propias. Forma parte de un movimiento más complejo, que no descarta un avance posterior.
Pero la retirada también puede ser necesaria si hemos avanzado y penetrado en algo injustamente. Entonces retrocedemos ante algo con lo que queríamos medirnos de manera soberbia y que, con razón, se revela como más grande y más fuerte. Esa retirada nos purifica. Retrocedemos así hasta nuestras propias fronteras y nos volvemos modestos en su perímetro.
También retrocedemos cuando algo está acabado, por ejemplo, una misión o un trabajo. Lo abandonamos entonces a su propio movimiento y fuerza, dejamos de sujetarlo al tiempo que ello deja de sujetarnos a nosotros. Esta forma de retirada devuelve al propio interior lo que antes estaba fuera y enfocado a otras cosas y a otras personas. Allí encuentran el sosiego, puede renovarse, ordenarse y concentrarse de cara a un nuevo movimiento o misión.
También toca iniciar la retirada cuando algo ha quedado obsoleto, aunque antes haya sido provechoso, fructífero e importante. Por ejemplo, un conocimiento, una experiencia. Una conquista. Cuando nos agarramos a ello, entorpece la macha de lo nuevo: el conocimiento diferente, la experiencia más amplia, el reto inesperado. La retirada de lo que ha sido, el abandono voluntario de lo acreditado, nos hace libres para lo posteriormente posible.
Pero también retrocedemos cuando ya no nos necesitan, cuando otros ocupan nuestro lugar, cuando se acerca e impone la retirada definitiva.
Esa despedida es la última retirada, la retirada hacia el centro al que retorna todo lo que se ha expandido”.
De la misma manera que las olas del mar dibujan su silueta en la arena al avanzar y dejan su huella al retroceder, en la retirada está la vuelta a nuestro centro, a conectar con nuestro sentido. A aceptar, desde la humildad, que hay algo más grande que no podemos dominar. A pesar del dolor de la despedida. Pero que nos deja la renovada libertad para seguir actuando desde la intención sincera.
Eso nos da paz y nos permite seguir avanzando con aplomo y coherencia.
[1] Bert Hellinger, “Pensamientos en el camino”. Ed. Rigden Institut Gestalt
Muy buen relato Claudio; la cuestión es el «cuando», la cuestión es conocer el momento más indicado… que tecla permite al navegante que se adentra en ese mismo oceano , que avanza a toda vela y al que el aire acaricia la cara, tomar conciencia de que es el momento de retirarse?… cuantas arboladuras salvadas y cuantas zozobras evitadas, en el mar y en las organizaciones, proporcionaría esta tecla…
Guillem…el cuándo es una certeza a la que se accede cuando en tu interior algo ha dejado de fluir. Que te provoca tensión. Que postergas abordar. Que te distancia. Es en ese momento cuando hay que plantearse un movimiento….aunque el movimiento no siempre es la retirada. Hay otros.
Saludos