Aún llevo un desgastado papelito en mi cartera con notas de lo que aprendí en la primera sesión que tuve con Samuel Husenman. Fue hace 25 años en ESADE y él mi primer mentor. Le debo muchas cosas, pero tres especialmente importantes: que me ayudara a construir los primeros impulsos de mi camino como consultor; que creara las condiciones para que Anticipa, una de nuestras metodologías de intervención, se convirtiese en una de nuestras herramientas de mayor impacto; y, sobre todo, que me presentara a Joan Quintana, director del Instituto Relacional de Barcelona y uno de mis referentes profesionales y amigo.
Samuel, también era chileno, y tenía un humor fino y elegante. Y una muestra de ello era la genialidad del mensaje que había en su contestador automático: «Este contestador va a preguntarle sólo dos cosas: quién es usted y qué quiere. Pero ojo, hay quien en toda su vida no ha sido capaz de responderlas”.
Cuando la incertidumbre aprieta, la complejidad angustia y la ambigüedad increpa, estas preguntas se vuelven más que estratégicas (y casi existenciales) tanto para organizaciones como para profesionales. No indagar en ellas ni tener respuestas claras implica no tener un centro de gravedad sólido desde el que responder a la continua tensión entre conservar nuestra identidad o adaptarse a la que nos somete el agitado contexto en el que vivimos.
Y yo y Solorelatio hemos tomado la decisión de conservar. De concentrarnos en nuestras esencias, en lo que nos hace singulares, en lo que nos distingue y empodera jugando nuestro propio juego y con nuestro propio equipo. Y no es sólo una cuestión de cambio de nombre. Y quiero explicar por qué.
Con demasiada frecuencia, los consultores somos vistos como vendedores de humo. Y no es de extrañar cuando, con demasiada frecuencia, nos dedicamos a rellenar powerpoints llenos de tecnicismos alejados de la realidad cotidiana de nuestros clientes. O nos convertimos en divulgadores de ideas e inspiraciones que ni tan siquiera son nuestras. O salimos a cazar a perdigones las citas y frases más iluminadas del paisaje de gurús que nos rodean.
Cultivamos la fama de decir a los demás lo que tienen que hacer, pero que nosotros mismos no hemos sido capaces de poner en práctica. Les hablamos de trabajo en equipo y de romper silos, pero luego tenemos problemas al trabajar con nuestros propios equipos o con colegas del oficio. Les hablamos de generosidad, de cooperación y de confianza, pero miramos con reticencia a nuestros competidores y sus proyectos, y no somos capaces de desplegar más que un tibio “como si…”
Incluso les hablamos de mediocridad y podemos acabar hablando de 10 ideas y repetirlas del derecho y del revés pareciendo que decimos cosas nuevas cuando lo único que hacemos es adornar lo que ya todo el mundo sabe. O les hablamos de autenticidad y no somos capaces de hacer lo que decimos o decir lo que realmente hacemos. O, incluso, nos llenamos la boca con la humildad mientas nos sentamos en una silla, repanchingados como si volviéramos de todas partes, sin actuar desde la conciencia de la propia fragilidad y pequeñez de nuestra condición humana.
No me extraña que, en ocasiones, seamos vistos con recelo.
Pero hay tantos tipos de consultoría como maneras de practicarla. Por ello solo puedo hablar sobre la que yo y mi equipo nos gusta practicar: la consultoría en desarrollo organizacional. Una consultoría que, entre otras cosas, se fundamenta en diseñar y proponer procesos de evolución y aprendizaje (no en vender “productos y servicios”); en generar condiciones para ampliar la mirada y abrir preguntas, hacer que las personas formulen sus propias preguntas proporcionándoles condiciones para mejorar sus respuestas (no para dar respuestas concretas y acotar opciones); en estar atentos al kairós de los sucesos (no al kronos de la agenda) y en empoderar al cliente y su capacidad de aprender y desaprender para pasar a la acción (no en infantilizarlo y hacerlo dependiente transfiriéndole conocimiento experto).
Es una consultoría que no cae en la trampa de construir vínculos con los clientes basados en la complacencia, en donde el foco está en agradarlo, en no confrontarlo, y en dejarlo dando vueltas en la capa de la excitación que provocan algunas intervenciones con efectos ilusorios sacados de una chistera. En definitiva, no caer en la trampa de intervenir para facturar satisfaciendo deseos sino que trabajar para abordar necesidades.
Es una profesión que no es para aficionados. Es un oficio que se aprende con el error y con el tiempo. Porque es a través del tiempo y viviendo las propias experiencias, cuando te das cuenta de que hacer tu tarea con consistencia significa aplicarte a ti mismo el cuento que cuentas. Si en ese cuento el consultor es el que pregunta, el que abre la mirada del cliente, el que muestra, antes ha tenido que sentir en el estómago el fogonazo de la duda, de la incertidumbre y del darse cuenta.
Si es el consultor el que ordena ideas confusas perdidas en el laberinto reflexivo del cliente, antes ha tenido que ordenar su pensamiento, perdiéndose el mismo en sus ideas. Ha tenido que enriquecer los mapas del pensamiento con el pensamiento de otros, desde la diversidad y la amplitud ya que nunca sabrá si el orden vendrá del conocimiento del propio management o de la biología, de la física, de la filosofía, de la antropología, de la psicología, del arte, o quizás del mismísimo ilusionismo.
Si en ocasiones el consultor es el que pone voz a palabras que el miedo calla, antes ha tenido que explorar los miedos que se esconden en su alma. Entrar en el vacío de la angustia para comprender los silencios del otro y el lugar desde el que nos mira.
Si es el que escucha el exabrupto difícil de lidiar porque el cliente se ha quitado de en medio, habrá tenido que practicar la flexibilidad compasiva, más propia de la elegancia de un bambú que de la dureza de una barra de hierro. Y desde ese mismo lugar relacionarse con el cliente cuando tiene que hacer o sentir lo que él mismo no sabe cómo sostener.
Y, si en ocasiones, el consultor es al que se le paga para que reconforte la necesidad de ser guiado y dar sentido a lo que pasa; o se le paga para que satisfaga la necesidad de ser consolado, de conceder permiso o ser perdonado cuando la responsabilidad pesa; o, incluso, para reconfortar la necesidad de simpatía y complacencia cuando la soledad invade, entonces se da cuenta que antes, mucho tiempo antes, habrá tenido que tener el coraje de trabajarse a si mismo.
Habrá tenido que darse de bruces con las huellas que va dejando su ego. Huellas que tiñen su propia trayectoria y que, irremediablemente, han teñido la de los demás. Porque este no es un oficio para egoicos. Es un oficio para tramoyistas, no para vedettes.
Y sí, hablando ya en primera persona, ni estoy libre de pecado ni puedo tirar la primera piedra. Pero lo que sí puedo hacer es compartir lo que he ido aprendiendo y lo que me ha servido para trabajar y trabajarme con la voluntad de acercarme un poco más a la esencia de este bello oficio de artesana paciencia.
Acompañar a los clientes en su camino de aprendizaje y crecimiento es una experiencia maravillosa. Pero también es una experiencia desafiante que requiere fortaleza y empoderamiento. Porque la mirada inquisitiva del acompañado siempre aparece en algún momento y hace emerger nuestra fragilidad, como cualquier otra persona. Pero esta fragilidad deja de ser debilidad cuando hay conocimiento y, sobre todo, autoconocimiento.
Sin ese conocimiento se cae en la confluencia con el cliente, se tiende a servirse más a uno mismo que a quien acompañamos y podemos caer en la tentación de salir a buscar los focos del escenario en lugar de quedarnos creando condiciones entre bambalinas.
Pero cuando hemos tenido el coraje de ir a reencontrarnos podemos ocupar una sólida posición para escuchar, decidir, intervenir y retirarnos para actuar como verdaderos tramoyistas. Y es por todo esto que decidimos conservar. Para seguir practicando la consultoría que queremos ejercer honrando la enorme responsabilidad de nuestro bello oficio desde el lugar que nos distingue.
Y así #seguimos.
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Nota final:
Este artículo es fruto de reflexiones emergidas de dos fuentes. Por un lado de la lectura de eventos diversos acaecidos en nuestro entorno profesional durante este último año y, por otro, de todas las experiencias vividas tras 5 ediciones del programa “Los Cuatro Umbrales” que imparto con Anna Sabaté, y en cuyo material de trabajo se encuentra parte de este texto y que sólo está disponible completo para los participantes del programa.