Una constatación
Hay una palabra que se repite una y otra vez en muchas conversaciones que mantengo con directivos y responsables de organizaciones de diferentes ámbitos: Incertidumbre. La falta de certezas con la que convivimos, fruto de la exponencial complejidad en la que estamos inmersos, es un factor que se hace común en la mayoría de contextos. Y no es fácil convivir con ella. Y más cuando todos necesitamos, buscamos y pedimos un mínimo de “seguridad” y “posibilidad” para producir, desarrollarnos y crecer en nuestros espacios profesionales.
Quizás es momento de recuperar la memoria sobre algo que es, en realidad, constitutivo de los seres humanos. Si no lo hacemos pagamos un elevado precio. Un precio que toma forma de mayor estrés, menos salud mental, peores decisiones, efervescencia emocional, relaciones defensivas, emergencia de conflictos, pérdida de agilidad, costosa productividad y posible pérdida de sentido profesional. Porque estos son los costes de no sentirnos seguros o no atisbar posibilidad o sentido de futuro.
Los que decidimos trabajar creando condiciones para construir Valor Relacional en las organizaciones así lo estamos percibiendo en los últimos tiempos.
Hagamos un esfuerzo por recuperar la memoria. Y propongo hacerlo contando dos historia científicas.
Una historia sobre la seguridad
La primera ocurre en Burgos, en el Museo de la Evolución Humana, en el que hace algunos años tuve la oportunidad de conocer a Ignacio Martinez Mendizábal, doctor en Biología, socio de honor de la UNESCO, uno de los especialistas en Evolución Humana más destacados a escala internacional y miembro del equipo investigador de los Yacimientos de Atapuerca. Y, además, un excelente narrador de historias, de nuestras historias, las de nuestra especie.
Ignacio me contó una de ellas y que se sitúa en la Sima de los huesos, lugar en el que las excavaciones arqueológicas han rescatado más de 7.500 huesos pertenecientes a 28 individuos neandertales que vivieron allí hace 500.000 años. Entre esos huesos se encontraron varias piezas que pertenecieron a un cráneo que, al ser reconstruido, se estipuló que era de una niña que tendría unos 10 o 12 años. Sin embargo el análisis detallado mostró que esa niña había padecido craneoestenosis, es decir, sus huesos se fusionaron antes de tiempo y el cráneo no pudo crecer con normalidad. Además, por la forma de la mandíbula se supo que tenía la cara deformada y por cómo estaba su encéfalo, sufría retraso psicomotor. Por tanto, era deforme y lenta. Sin embargo el grupo al que pertenecía no la rechazó. Otras especies, en esos contextos y momentos, la hubieran rechazado por más débil. Pero nuestra especie no lo hizo, la cuidó y protegió hasta que, por otras razones falleció.
Sin duda ya nos hemos olvidado de que nuestra especie, hace más de 500.000 años, ya practicó el cuidado del otro, de un otro diverso y distinto, y que requería aceptación, cuidado y seguridad para seguir existiendo. Es por esta razón que a este cráneo el equipo de Atapuerca lo bautizó como la Benjamina que, en hebreo, significa la preferida, la más querida. A lo que Ignacio añade que quizás nos encontramos con el primer vestigio del “amor fosilizado” y que ello muestra que “el éxito de la evolución del hombre se basa en individuos que se cuidan, colaboran y son capaces de sacrificar sus intereses individuales en aras de un bien común, un altruismo único en la especie humana”.
Una historia sobre la posibilidad
La segunda historia ocurre en Leipzig, en los laboratorios del Instituto Max Planck, en los que su co-director, Michael Tomasello, psicólogo y lingüista, dirige experimentos sobre la cooperación entre humanos. A Tomasello no he tenido la oportunidad de conocerlo personalmente pero si su trabajo cuando en el año 2017 publicamos nuestro libro La Empresa Total. Explorar el territorio de las relaciones requirió conocer a fondo los estudios que existían sobre cooperación y algunas de las principales conclusiones las encontramos en su libro ¿Por qué Cooperamos? (Tomasello et al. Katz Editores 2010) y en algunos videos que pudimos encontrar en internet.
En esos videos podemos comprobar que niños de muy corta edad (3-5 años), de manera absolutamente desinteresada y sin ningún estímulo a favor, ayudan a adultos a resolver problemas que por sí solos no pueden resolver ya sea abrir una puerta, ordenar objetos o recoger una pieza del suelo.
Una y otra vez los niños acuden a la ayuda del adulto sin esperar nada a cambio y por ello Tomasello afirma: “una de las cosas que hemos hallado en nuestros estudios con niños es que los más pequeños empiezan a cooperar de manera discriminad pero cuando crecen empiezan a preocuparse de si alguien les está mintiendo o se están aprovechando de ellos. (…) Es su relación con la autoridad y la reciprocidad la que modifica el impulso cooperativo inicial. En el extremo se podría afirmar la versión rousseauniana que nacemos puros y que la sociedad nos corrompe. Pero, en cualquier caso, la gran conclusión es que lo que hace que los humanos sean únicos en este mundo biológico deriva de su manera de relacionarse, de la cooperación.
Sin duda nos hemos olvidado también de que nacemos con un adn cooperativo, que ya tenían nuestros antepasados neandertales, pero que en nuestra evolución cultural hemos taponado en función de cómo nos relacionamos con la autoridad y la reciprocidad.
Algunas conclusiones
Me aventuro a proponer algunas conclusiones sobre las dos historias anteriores que son transferibles al contexto organizacional. Y lo hago con suma prudencia y humildad ya que mis habilidades fundamentales no son las de pontificar en las tribunas si no las de arremangarme en las salas de trabajo con directivos.
Creo que es momento de pensar en nuestro rol de líderes y directores. Es momento de analizar y detectar en qué momentos el uso de nuestra autoridad y de la reciprocidad abre o cierra posibilidades para la confianza y la cooperación. Es momento de mirar de cara cuánto tiempo dedicamos a fijarnos en los errores en lugar de invertirlo penalizando la no cooperación o la falta de confianza.
Creo que es momento de invertir de manera contundente en recuperar nuestra memoria ancestral y dejemos de pagar un precio por no hacerlo. Reconectar con la esencia de nuestra pasado nos puede abrir las puertas de nuestros equipos a un futuro con mayor sentido y esperanza.